sábado, 16 de abril de 2011

España, la santa Semana santa

Somos libres o liberales, algunos neoliberales, somos demócratas o demagogos de la democracia, somos respetuosos, a veces sólo con quienes se nos parecen, somos aconfesionales, a veces sólo para  defendernos de quienes practican las religiones infieles, otros  dicen ser laicos, pero esos nos parecen radicales.
Sin embargo, ahora que estamos en Semana Santa, la semana grande para  muchos pueblos y ciudades de España, nos enfrentamos a un espejo que nos devuelve la imagen de territorios cada vez más seguros de haber construido una identidad incuestionable a base de elementos superficiales, de verdades triviales; una imagen de sociedad encastillada en sus tradiciones que están fuera de toda duda. Lo que no acertamos a ver con claridad es que esas tradiciones pueden ser ilusorias, banales, despojadas de autenticidad porque han crecido acumulando sucesiones de ritos y ceremonias muchas veces carentes de sentido. Por eso parecemos más insustanciales y nos hacemos más fanáticos, menos racionales, más intolerantes.
En nuestros pueblos y ciudades algunos colectivos de ciudadanos han decidido que durante esta semana, hay que cortar la calle, hay que prohibir la circulación de vehículos y hay  que limitar el trasiego de personas; porque la calle tiene que ser ocupada por los desfiles procesionales que todo lo llenan de plasticidad, preciosas  esculturas  bajo palio (en ocasiones, también horteras) y ricos mantos de seda y oro, plata y pedrería, nazarenos y cofrades, luz, música, olor a velas y a flores frescas; la calle se llena niños que estrenan ropa, porque si no el domingo de ramos se quedan sin manos; se llena de gente, propios y visitantes.
Se para la vida cotidiana y se produce una puesta en escena pública y colectiva que todo lo abarca. Quizá empezó siendo producto del sentimiento religioso, o quizá hubiera otras oscuras pretensiones por parte de quienes provocaron la aparición de estos desfiles. Pero hoy se ha convertido en la manifestación plural de un abanico de expresiones folcloristas, populares o populistas, en absoluto despojadas de significado espiritual, en la que cada año se incorporan nuevos ritos y ceremonias que al año siguiente han tornado en tradición ancestral, un motete a La Esperanza, el baile del Jesús, la Saeta de San Pedro, el Santo Almuerzo…
Y no estaría mal si todo ello fuera fruto del acuerdo. Si quedara espacio para los que disienten, o para los que no disfrutan con ese espectáculo que se repite cada primavera, eso sí, en fechas distintas porque el calendario católico manda.
No estaría mal si quienes no participan de la fiesta, del happening, pudieran seguir  con su vida normal sin tener que pedir perdón por ello. Si pudieran mantener sus conversaciones habituales en sus tertulias habituales y leer sus periódicos habituales, seguir a sus locutores de cabecera en las radios y televisiones de siempre que en esta semana y las anteriores interrumpen su programación habitual para ofrecer especiales dedicados a los banzos y horquillas, la túnicas sagradas, la catacumbas y los calvarios.
No estaría mal, si cuando uno quiere cruzar la calle con un bebé o una silla de ruedas, o simplemente quiere cruzar la calle, nadie le increpara porque va a pasar la Virgen.
Y es que nos volvemos muy radicales, casi fundamentalistas, cuando estamos convencidos de que algo es así porque sí; si no somos capaces de ponernos en el lugar del otro, si no intentamos mirar desde su punto de vista y no nos compadecemos con lo que él o ella pueda sentir o pensar, incluso ante situaciones que para nosotros no ofrecen ninguna duda; si no entendemos el valor de las diferencias, es que apostamos por el pensamiento único, estaremos entonces justificando la intolerancia y la demagogia y la falta de libertad que terminan en integrismo ideológico.